Texto
del Petitorio al Nuncio Apostólico Buenos Aires, 8 de diciembre de 2004
Su Excelencia Reverendísima
Monseñor Adriano Bernardini
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Excelencia:
En los últimos tiempos, la
Argentina viene siendo conmovida por hechos de extrema gravedad en el orden social,
político y económico, sin que su dirigencia atine siempre a encontrar las soluciones
más prudentes.
Sin embargo, tal situación, objeto
de legítimas preocupaciones, empalidece frente a lo que juzgamos como el drama esencial
de nuestros días: la persistente obra de descristianización de la sociedad, la
destrucción sistemática de todo vestigio de un orden público cristiano, la aplicación
del funesto ideario de la cultura de la muerte, la sanción de normas contrarias a la ley
divina y a la ley natural, la profanación y el vejamen de los bienes y valores más
resguardados por la Iglesia, y hasta la promoción insensata de la contranatura, con los
previsibles efectos disolventes para la educación familiar.
Existe, en suma, una irrespirable
atmósfera anticatólica que, amparada en la impunidad que los poderes públicos le
dispensan, en el inmovilismo de ciertos pastores, y en el desconcierto de los bautizados,
no trepida en llegar a la blasfemia más inimaginable, a la impiedad más artera y a la
audacia más pecaminosa.
Cristo ha sido destronado, y la sola
mención de una patria católica y mariana en consonancia con el plan inaugural de
sus héroes fundadores- escandaliza hoy a unos y otros. Como si la argentinidad no tuviese
los mismos derechos a vertebrarse en la catolicidad, que reclaman para sus respectivas
naciones los pueblos de otras ascendencias religiosas.
En tales circunstancias, creemos que
urge reaccionar. Nos toca a los laicos, lo sabemos, llevar adelante las acciones propias y
específicas del ámbito temporal para hacer frente a tantos males. Probar que siguen
vigentes aquellos versos de Santa Teresa que nos mandan estar despiertos y combativos
cuando no hay paz sobre la tierra. Demostrar que permanece viva la promesa bautismal que
nos pide enfrentarnos con el demonio y sus pompas. Atestiguar que obedecemos el mandato
enunciado por Pedro, de resistir firmes en la Fe contra el león rugiente. Acatar al
Pontífice que nos reclama vigilar y cuidar con gran celo, como vigila el soldado,
para que no se pierda nada de lo que es cristiano en esta vida, sabiendo que
la lucha es una necesidad moral y un deber[1]. Evidenciar que no estamos
dispuestos a permanecer indiferentes ante el ultraje a la Fe, el vejamen a los
Mandamientos o la profanación de lo sagrado. Si hay un complot contra la Iglesia, la
Iglesia en nuestras personas, sus miembros, se ofrece a la reacción condigna y viril.
He aquí lo que venimos a ofrecer
quienes participamos de esta procesión en el sesquicentenario de la Ineffabilis Deus, que
consagró el Dogma de la Inmaculada Concepción de María.
Pero, en esta lucha, los laicos no
podemos ni debemos estar solos. Nuestros Pastores tienen que ser guías veraces,
centinelas firmes y testigos valientes, que nos animen y nos orienten en la batalla,
conforme sempiterna enseñanza del Magisterio, recientemente ratificada por Juan Pablo II
en su Exhortación Apostólica Pastore gregis. Otro tanto los clérigos y la Jerarquía
toda, basándose en la Palabra de Dios y aferrándose con fuerza a la esperanza, que
es como ancla segura y firme que penetra en el cielo (cf. Hb 6, 18-20).
No es tiempo de eufemismos, elipsis
o escarceos diplomáticos. Tampoco de tibiezas o de inconducentes diálogos en las mesas
tendidas por nuestros enemigos. Es una vez más y como siempre- el tiempo para
testimoniar la Verdad, oportuna e inoportunamente, hablando sí, sí; no, no. E incluso,
para castigar con las máximas sanciones previstas en el Derecho Canónico a quienes
confesándose católicos, obran públicamente contra las enseñanzas de la Iglesia, ocupen
los puestos que ocupen. He aquí lo que venimos a pedir.
La Iglesia no es un factor de poder
más, ni una estructura temporal que disputa o comparte espacios con otras estructuras, ni
una oficina de tráfico de influencias, ni una institución que se aviene a debatir con
otras en paridad de condiciones, ni una asamblea que solicita el permiso social para dar a
conocer sus opiniones. No. Es Mater et Magistra, es la columna y el sostén de la Fe. Y
es, en la patria argentina, la que trazó históricamente, desde los primeros albores, su
identidad espiritual.
La Iglesia fundada por Jesucristo,
es el Sacramento de Unidad que prolonga en el tiempo la presencia intrahistórica del
propio Jesucristo; es, en este mundo, el sacramento de la salvación, el signo y el
instrumento de la comunión con Dios y entre los hombres, según enseña el
Catecismo (n. 780). Por eso, su misión es izar la Cruz Redentora, misionar con celoso
fervor, aún a costa del derramamiento de la propia sangre, si fuera menester, llevando
así la salvación a todos los hombres. Y esto es también lo que venimos a pedir.
Pedimos, al fin, que se tome clara
conciencia de que este anticatolicismo que protestamos -concebido hoy como política de
Estado y como infausta moda cultural- no suscita nuestro repudio y nuestra confrontación
activa porque estén en juego prerrogativas terrenas, subsidios oficiales o sentimientos
mayoritarios ofendidos. Sino porque es la Majestad de Dios Uno y Trino la que ha sido
escarnecida, también la Realeza de Jesucristo y la Principalía de Su Madre, el honor de
la Cátedra Bimilenaria de Roma, y el origen, la raíz y la esencia del ser argentino.
Con entera sencillez y con pleno
conocimiento de nuestras propias debilidades, pero también con firmeza que quiere ser
santa y heroica, anunciamos a su Excelencia con pedido expreso de que se lo haga
saber al Santo Padre, para que nos bendiga en la demanda- que aún en la adversidad y en
la soledad estamos dispuestos a asumir que la vida del hombre es milicia sobre la
tierra (Job 7,1). Hasta que se haga realidad, encarnadura y signo vivo, la consigna
que nos dejó San Pio X: Omnia instaurare in Christo.
Con filial devoción,
Antonio
Caponnetto
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